miércoles, 19 de marzo de 2008

EL NUDISMO AL DESNUDO

No se sabe a ciencia cierta cuáles fueron los orígenes del nudismo, aunque todos los expertos coinciden que fueron uno o más individuos pertenecientes a la especie humana quienes dieron el primer paso al despojarse de sus vestimentas frente a sus congéneres y darse un baño totalmente desnudos en la playa más cercana. Antoine Anchante, sesudo investigador del fenómeno, especula con la posibilidad de que fueran unos bañistas franceses que, encontrándose disfrutando de las virtudes del agua del mar, fueron sorprendidos por una violenta ola que arrancó sus trajes de baño. Los sujetos mantuvieron sus cuerpos sumergidos en el agua, avergonzados ante la posibilidad de que los otros contemplaran sus cuerpos desnudos sin que mediara algún tipo de compromiso, más o menos explícito, de relación sentimental profunda. Pasaron las horas y continuaban sumergidos, disimulando su azoramiento hablando de asuntos tan recurridos como el clima o la humedad del agua. De repente, una de las damas preguntó la hora y se hizo el silencio. Por aquel entonces, no existían los relojes de pulsera sumergibles, tan sólo los de bolsillo. Antoine Anchante dice que, posiblemente, y basándose en documentos históricos que aún se conservan, fue un joven de origen centroeuropeo, de nombre Bradford Brieggman, el que, armándose de valor, espoleado por la gallardía que corresponde al varón, que ha de servir a una dama en sus solicitudes, salió del agua en busca de su reloj de bolsillo. Observando la valentía y el aplomo con el que el joven se mostraba desnudo públicamente, el resto de los varones emularon al gallardo muchacho. Estando fuera del agua, uno de ellos comentó divertido: Tampoco se está tan mal de esta guisa, a lo que los demás asintieron convencidos y animados, y conminaron a las damas a que hiciesen lo propio, comunicándoles que no habrían de temer por sus virtudes, ya que un caballero es un caballero, sea con vestimenta o sin ella. Y así procedieron las damas. Antoine Anchante nos explica de esta manera cómo se creó la primera colonia nudista. De la hipótesis de Anchante, se deduce que fueron tres las causas del nudismo:

a) La casualidad en forma de violenta ola de mar;

b) La ausencia de relojes de pulsera sumergibles;

c) La gallardía de un joven centroeuropeo.

Samuel Peláez afirma que los postulados en los que se basa Anchante carecen de fundamento y que son de una ingenuidad absoluta. Apela a que la ausencia de relojes de pulsera sumergibles no es un factor explicativo suficiente del fenómeno, añadiendo, además, que si el hecho de poseer un reloj de bolsillo hubiera sido una de las condiciones necesarias, esto situaría el origen del nudismo en la clase burguesa, cuando Peláez sostiene que el nudismo surgió de una necesidad proletaria: “La clase obrera, sometida a todo tipo de penurias, no se podía costear un traje de baño. Así que hicieron de la necesidad virtud. Lo demás son excusas.”

Estos dos supuestos despojan del valor ideológico que se le supone al fenómeno del nudismo. Samuel Peláez afirma que fue una ideología a posteriori: “La gente busca pretextos para todo; yo aún me ducho desnudo y no tengo porqué justificarme”, afirma Peláez. Goldfried Brieggman dice en su libro Antropología del desnudo, que “el concepto de desnudo es un concepto social y que sólo existe como tal en contraposición a ir vestido.” “Si no existiera la ropa, observa Brieggman, el nudismo, como práctica concreta, no existiría porque sería un hecho común y cotidiano, aunque, eso sí, pasaríamos bastante frío.”

Ante la explosión del nudismo y la proliferación de dichas colonias, las compañías textiles comenzaron a inquietarse, y ese fue el motivo real, afirma Brieggman, del que los trajes de baño comenzaran a acortarse. “Pero fue una batalla perdida, dice Brieggman. Ir con traje de baño, significaba ir todavía vestido.” Por esta razón, la compañía textil Ropa y Mar (Wear & Sea Inc.) inició una campaña de promoción de “Playas Supuestamente Nudistas”, basándose en el lema que decía: “Debajo del bañador todos suponemos que vamos desnudos”. Pero fue un fracaso, y el directivo Marcus Friggers, creador de tal ingenio, tuvo que dimitir: “Lo que pasa es que la gente no tiene imaginación”, alegaba en su defensa.

A tenor de lo sucedido, otra compañía textil, la Ropajes Incorporated, ideó unos trajes de baño revolucionarios que cubrían brazos, abdomen y muslos, dejando al descubierto las zonas pudendas. La compañía cayó en descrédito y posteriormente en la bancarrota: Los subversivos bañadores eran utilizados para otros menesteres alejados de playas y colonias nudistas. “Las compañías textiles no podían hacer nada contra la creciente ola de nudismo, escribe Brieggman en su Antropología del desnudo, hasta bajaron las ventas invernales de leotardos y jerséis de cuello vuelto; la carne se abría paso a través del tejido.”

Para Brieggman, el nudismo no es fruto de una casualidad o de una necesidad, tal y como sostiene Anchante y Peláez, respectivamente, sino más bien de una indecisión que generó en rebeldía: “Los individuos no sabían qué ponerse para ir a la playa, se encontraban presionados por las alternativas existentes de color, tamaño y forma. Así que, donde surge una fuerza en un sentido, aparece otra en sentido contrario: es el sino de lo social; y los sujetos mostraron su inconformismo bañándose en pelotas.” La sociedad occidental se volvía a escindir, especialmente en verano. “Occidente volvía a dividirse y enfrentarse”, afirma Brieggman.

Terminaremos la exposición con unas palabras de Brieggman: “Personalmente, no estoy ni a favor ni en contra del nudismo o del bañadorismo. Ambas me parecen prácticas totalmente lícitas, pero que yo no practico: por un lado, soy muy pudoroso; por otro, los bañadores me sientan realmente mal. Así que me decanté por el submarinismo. Todos debemos ser consecuentes con lo que escogemos y yo, en el fondo, disfruto mucho con mi elección.”

METÁFORA TESTICULAR

“Los huevos, los así llamados para referirnos vulgarmente a los testículos, han sido siempre los eternos segundones.” Así de diáfano y directo se manifestó Rudolph Brieggman en su última conferencia en el duodécimo Congreso de Anatomía y Metáfora. “Los huevos sólo viven en plenitud en el lenguaje figurado. Los huevos son la metonimia de un sinfín de rasgos que se aplican arbitrariamente al género masculino, sin que nadie haya justificado el porqué de tal uso. Tener muchos huevos, por ejemplo, viene a significar presencia de valor, de coraje, de extrema valentía para hacer frente a empeños más o menos arriesgados. Para decir lo contrario, basta con usar la expresión ser un gallina. Pero, he aquí la paradoja: un varón, a no ser una posible mutación genética, suele tener dos huevos, mientras que una gallina puede, a lo largo de su vida, superar esa cifra.” Esta contradicción descrita es lo que se ha dado en llamar la “Paradoja Brieggman”, que muchos expertos han querido refutar refiriéndose a que el concepto huevos viene a denotar una inclinación del ánimo del ser humano que no se puede establecer como paradoja por su relación con los otros significados del concepto. “Los significados de un significante pueden coexistir pacíficamente en su polisemia.” Estas son las palabras de Erggman Culions, máximo detractor de la “Paradoja Brieggman”. En definitiva, y según Culions, huevos vendría a ser en determinados momentos del habla un concepto metafísico. Brieggman defiende sus argumentos aduciendo que para poseer valor no es condición necesaria y suficiente el hecho de estar dotado de huevos. Tergson, seguidor de Erggman Culions, alude a la estrechez de miras de Rudolph Brieggman, a quien acusa de tener una percepción en exceso anatomista y de no saber disfrutar de las expresiones de la lírica popular.

Pero Brieggman no se amilana ante los ataques que recibe su teoría y expone otro ejemplo del mal uso del término huevos: estar hasta los huevos. “Dicha expresión viene a referirse al hecho de estar cansado, harto de una determinada situación o conducta de una persona, las cuales son experimentadas como muy molestas. La localización anatómica habitual de los testículos se halla a una altura inferior a la mitad del cuerpo del varón. Pues bien, si un individuo expresa que está hasta los huevos, tampoco ha de estar muy molesto, quizás ligeramente incómodo en comparación con otras expresiones más ilustrativas en lo que se refiera la connotación asfixiante de una situación molesta, como, por ejemplo: estar hasta la coronilla o estar con el agua al cuello, expresiones más rotundas y explícitas, anatómicamente hablando.”

Brieggman continúa la exposición de su teoría con otro ejemplo paradójico, la expresión me toca los huevos. Rudolph Brieggman viene a explicar que lo que el emisor quiere comunicar es que se encuentra molesto o que alguna labor que tiene que llevar a cabo es de naturaleza penosa en su ejecución. Brieggman, ante el asombro del auditorio, expone abiertamente que cuando a él le han tocado los testículos jamás ha sentido una molestia o que el acto le haya resultado de carácter penoso. “Todo lo contrario. Suelo disfrutar.” Sin embargo, Erggman Culions alega que la afirmación me toca los huevos posee un carácter de relatividad que trastoca definitivamente la teoría de la “Paradoja Brieggman”. “El acto de tocar, afirma Culions, se puede describir en un continuo que va desde la leve caricia hasta el sentido apretón. El punto del continuo en el que se halle la intención del hablante se puede averiguar a partir de su prosodia, de cómo entona el emisor la frase: si la entonación es relajada y profunda, el sujeto vive una sensación de placer, pero si ésta es seca y violenta, está experimentando una sensación de displacer. En definitiva, todo depende de la presión del tacto.”

Mientras los partidarios de Brieggman proponen una reestructuración profunda de la metáfora testicular, los seguidores de Culions quieren conservar el popular uso del lenguaje figurado de los huevos. El eminente semiólogo Emerson Truncarson destaca el carácter en exceso realista de la teoría de Brieggman frente al lírico de los argumentos de Culions; dice que si bien los preceptos de la “Paradoja Brieggman” son formalmente lógicos y sugestivos, los defendidos por Culions son graciosos y chocantes. “Nunca había llegado a pensar en mis testículos como objeto de metáfora. Yo, que me conformaba con que estuvieran siempre en el lugar acostumbrado y asearlos de vez en cuando, dice Truncarson. Ahora los miro y pienso en las miles de posibilidades lingüísticas que tienen; ellos, los eternos segundones, siempre quedándose en las puertas de las fiestas, ascendiendo o bajando en su rutina por mantener su temperatura ideal, aguantando los envites del genital protagonista, estoicos en su papel de pelotas en un frontón. Pero, ahora, la luz les llega a ellos en forma de expresiones populares figuradas, recobran el aliento de los que son rescatados del ostracismo.” Y con estas palabras de Emerson Truncarson, cerramos esta exposición de un debate que aún continúa, esperando que algún día se llegue a una conciliación de posturas que aclare el intrincado panorama de la metáfora testicular.

FRIEDRICH THOMKA, UNA EXISTENCIA TOCADA POR LA FATALIDAD

“Recuerdo cuando mi familia y yo nos levantábamos temprano aquellas diáfanas mañanas de domingo para preparar la comida que habríamos de llevar para pasar un alegre día de campo. Pero también recuerdo las miradas de desaprobación que mis padres y hermanos me dirigían cuando el cielo no era tan claro y la lluvia arreciaba. Esos domingos nos quedábamos en casa.” Así comienza el relato autobiográfico de Friedrich Thomkfa, un hombre marcado por el sentimiento de culpa. “Uno de los peores momentos de mi infancia, fue cuando descubrí en una ilustración la Torre de Pisa. Recuerdo que sufrí una profunda desazón, un amargor espiritual que me embargó durante varias semanas. Intenté ocultar el descubrimiento a mis familiares; rebusqué en las enciclopedias que poblaban las estanterías de la biblioteca familiar con el fin de hacer desaparecer toda referencia a la inclinada construcción. Fue mi tía, Kathrina Abrechsky, la que lo descubrió todo. Era una tarde de primavera en la que regresé a mi casa tras mis lecciones de piano. Mi tía, mi madre y
mi hermana mayor tomaban té con pastas en el salón principal de nuestra casa de Abbernchbeckf. El ambiente estaba tenso y el silencio era un cruel tirano que acallaba las distendidas charlas que solían tener las matriarcas de la familia. Mi tía Kathrina requirió mi presencia. Al llegar al salón, los rostros de las tres mujeres estaban contraídos en un gesto de disgusto. Mi tía me mostró una ilustración de la Torre de Pisa que hacía unos días yo había arrancado de uno de los volúmenes de la Enciclopedia Brieggman, y me dijo: Tienes algo que decir al respecto. El mundo se hundió bajo mis pies y tan sólo recuerdo que balbuceaba: Yo no me apoyé, yo no me apoyé, y que perdí la conciencia.” Friedrich Thomkfa tardó en recuperarse de aquel episodio y a causa del impacto emocional que sufrió aquella tarde de primavera comenzó a padecer una creciente fobia a las construcciones excesivamente verticales. “Mi padre quería que fuera arquitecto, pero fue un desastre: tan sólo conseguía diseñar pantanos o alguna casita de planta baja. Así no irás a ningún lado, decía mi padre, el futuro está en lo vertical. Nos ha salido nenaza el pequeño Friedrich.” Así que Thomkfa tuvo que abandonar lo que era la máxima aspiración paterna: tener un hijo arquitecto. Esto hizo que su autoestima mermara de manera ingente. Comenzó a mostrarse huraño y se entregaba con inusitada pasión a labores solitarias, como la lectura y el macramé.
Pero Thomkfa no podía escapar a su destino. Una tarde de invierno, cuando se hallaba jugando con sus perros en el jardín, aparecieron dos inspectores de policía. Habían incendiado la librería preferida de Friedrich y la tienda donde solía adquirir el macramé. Unos vecinos decían haberlo visto salir de ambos establecimientos antes de que se produjera el fuego. “Fui conminado a acompañarlos a la comisaría del distrito. Los inspectores, a sabiendas de que yo, por mis antecedentes, era un honrado ciudadano, no quisieron esposarme, pero mis padres y mis hermanos se lo exigieron. Mi tía Kathrina, que se hallaba tomando el té en el salón principal, se ofreció para declarar en mi contra.” Friedrich cuenta el infierno que pasó desde que fue ingresado en prisión preventiva hasta el momento del juicio. “Mi familia me visitaba todos los días, pero apenas hablábamos, se dedicaban a mirarme de hito en hito, con sus rostros sumidos en gestos de desaprobación. Mi hermano Ingelberg se carcajeaba imaginando la posibilidad de que me encarcelaran en la prisión de
Frusbick, famosa por su infernal disciplina y por su incompetente cocinero.” Pero Thomkfa fue declarado inocente gracias a la intervención en el juicio del granjero Tremichsky, famoso por su excelente queso, que declaró a favor de Friedrich, aduciendo que en las horas en las que se incendiaron ambos establecimientos, vio al joven Thomkfa paseando cerca de sus propiedades acompañado por sus dos perros.
A las pocas semanas de que las autoridades liberaran a Friedrich, una partida de quesos Tremichsky, intoxica a varias familias de Abbernchbeckf. El granjero habla de un posible sabotaje. Todo señala a Thomkfa: la fecha de la partida de quesos coincide con el día en el que el joven Friedrich paseaba cerca de la granja Tremichsky. “Yo no podía ser. Yo era alérgico a cualquier producto lácteo, ni siquiera podía estar ni a un par de metros de una vaca.” Los inspectores creen que Friedrich Thomkfa ha actuado desde el resentimiento: Si no puede tomar queso, tampoco los demás pueden hacerlo. Es un caso claro de envidia asesina, declararon los inspectores. “Creían que había introducido la bacteria en el queso por despecho. Yo, que apenas me relacionaba con nadie, y menos con seres a los que has de mirar de continuo con un microscopio. Aquello era una locura.” Thomkfa cae en una profunda depresión y tiene varios accesos de ira destructiva que le llevan a destrozar todas sus artesanías de macramé. Sus familiares ven en la enfermedad de Thomkfa una muestra de los insanos impulsos que lo llevaron a intoxicar el queso. El juez lo exime de la pena por atentado contra la salud pública por enajenación mental instando a que sea tratado en algunos de los manicomios de la región. Su tía Kathrina pide una apelación, pero para cuando se celebra el pertinente juicio, Thomkfa está mentalmente destrozado por los hechos acaecidos. “Mi sobrino Friedrich se hace el loco para salir exculpado. Pero creo que las autoridades deben ejercer su función y obligarle a que asuma con madurez su pena, declaró públicamente mi tía de Kathrina Abrechsky”.
Thomkfa es entonces ingresado en el manicomio de Threjor – Chersvky, famoso por sus amplios y floridos jardines y por los altos muros que los rodean. “Fue una etapa dura. Yo no me sentía un enajenado, más bien una persona tocada por la fatalidad.” Thomkfa dedica el tiempo que tiene libre entre electroshock y electroshock a pintar cuadros. “Lo hubiera intentado con otras figuras geométricas, pero me fascinaba la solidez y
energía que dimanaban los cuadrados.” Durante una de las sesiones de electroshock que aplican a Thomkfa, se produce un fallo eléctrico que acaba generando un apagón en toda la región que duró cerca de una semana. “Aquello fue el mayor desastre que jamás había ocurrido en mi bonita provincia, cuyo mayor logro urbanístico había sido el alumbrado público. Y yo estaba tristemente implicado.” Varios científicos y técnicos se interesan por el caso. William Raichmann, prestigioso neurólogo, sugiere la hipótesis de que la disposición electroquímica del cerebro de Friedrich hubiera generado un excesivo aumento de la tensión eléctrica que provocara el colapso del entramado eléctrico de la región. “Es un curioso fenómeno. Según me han contado, de joven tuvo algo que ver en la inclinación de la Torre de Pisa, dijo de mí el ínclito Raichmann.” Un comité médico – jurídico da el visto bueno para que el grupo de Raichmann examine a fondo a Thomkfa en las instalaciones del Hospital Universitario Muchhmann, en el que, casualmente, su tía Kathrina trabaja de enfermera jefe.
Rodeado de decenas de científicos, personal médico y sofisticados aparatos, Friedrich es sometido a continuas pruebas. “Me colocaron electrodos por todos los lugares imaginables de mi cuerpo y me lanzaban descargas eléctricas de diferente intensidad –me gustaban las de baja, me hacían cosquillas -, pero no conseguían repetir el fenómeno del apagón. Me abrieron el cráneo para observar mi cerebro en busca de alguna posible anomalía estructural, con tan mala fortuna que la bóveda que cubría mi cráneo cayó y se rompió. Me la sustituyeron por la de otro individuo fallecido recientemente, con la mala suerte de que era de mayor tamaño, con lo que, si bien me hacía más alto, afeaba mi cabeza. Aquello era un infierno.” Thomkfa comienza a sufrir de unos extraños temblores que lo impiden mantenerse quieto y desarrollar con normalidad las tareas más básicas. Deja de comer, de pintar cuadros, de tejer macramé y las piezas que interpreta en el piano -privilegio que se le había concedido gracias a la bondadosa humanidad de William Raichmann –son irreconocibles hasta para el humano más fino de oído. “De nada sirvió el sacrificio de tu padre para que aprendieras un arte. Malgastaste su dinero, me decía mi tía Kathrina mientras me daba de comer en el hospital.” Los médicos interpretan la conducta de Friedrich como una resistencia inconsciente. Lo
someten a terapia farmacológica y de grupo. Es en esta última donde tiene problemas. Su trastorno de agitación motora pone nerviosos a sus compañeros de terapia, agravando los trastornos que padecen. “Es entonces cuando los expertos me consideran socialmente imposible. Dicen que soy incapaz de adaptarme a los requerimientos grupales, que no miro por el bien de la comunidad.”
Thomkfa es encerrado en una solitaria habitación del Hospital Universitario de Muchhmann para evitar males mayores, vigilado constantemente por fornidos celadores. Su problema de agitación aumenta, y no para de saltar de un lado a otro de la habitación, golpeándose contra las paredes. “Los celadores pensaban de mí que era sólo un vanidoso que quería llamar su atención.” Lo terminan atando a una cama y es examinado personalmente por William Raichmann. Tras extensas inspecciones, Raichmann descubre que el tejido nervioso de Friedrich está gravemente deteriorado. Deduce que la causa del problema se debe a los excesos cometidos por Friedrich en su juventud. “Es un tipo que fue incapaz de controlarse. Comió y bebió todo lo que quiso y sin medida. Ahora está pagando la culpa de sus excesos, declaró Raichmann en el tribunal médico.”
Thomkfa acaba hundido por la culpa. Toda su vida había sido un desatino, no sólo le había hecho daño a los demás, sino también a él mismo. “Ahora encerrado en ésta, mi celda, pago por los pecados que cometí. Yo tan sólo quería vivir tranquilamente, pero mi destino ha podido con mi voluntad.” Estas fueron las últimas palabras que dijo al enfermero Rudolph Beischsler, su improvisado escribiente, y que el mismo transcribió en lo que sería al final el libro: Destino de un hombre con poca suerte, autobigrafía de Friedrich Thomkfa, el del apagón de Threjor – Chersvky. Cuentan que antes de expirar, Friedrich Thomkfa recibió una postal de Pisa: Sobrino: espero que te encuentres mejor de tu afección. Abrígate y haz caso de lo que te aconsejen, y no hagas cosas de las que te puedas arrepentir. Mira donde estás por tu mala cabeza. Te quiere, tu tía Kathrina.

SEXO Y CALCETINES

Siete de cada diez españolas consideran que ver a un hombre desnudo con los calcetines aún puestos, es la viva imagen del anti-clímax sexual, mientras que las tres restantes, consideran que todo depende de la marca, color y diseño de dichos atuendos pedestres. Una encuesta realizada entre la población masculina refiriéndonos a este fenómeno tan extendido, revela:
a) que los españoles consideran que en el acto sexual apenas intervienen los pies, y que, por tanto, es muy común olvidar despojarse de dichas prendas;
b) que todo depende de la estación del año que sea, y que no todo el mundo tiene calefacción en casa;
c) que qué importancia tiene llevar fundas en los pies, si se te exige llevarlas en el pito;
d) que los calcetines son para llevarlos en los pies y que peor sería si te los dejaras puestos en las orejas;
e) que es bastante injusta la queja, ya que hay otras personas que practican el coito con unas ojeras terribles y nadie ha manifestado nada al respecto.
Todo esto no ha hecho sino levantar un acalorado debate entre la población practicante del coito. Entonces, ¿son o no los calcetines un obstáculo para el pleno goce sexual? John F. Malthews, psicólogo clínico, especializado en relaciones recíprocas, de la Universidad de Michigan, propone un giro radical al asunto: “Los calcetines deben desaparecer del vestuario masculino. Muerto el perro, se acabó la rabia”, afirma tajantemente Malthews. Greenberg Collins, sociólogo, famoso por su libro “No sabe, no contesta o el fenómeno de hacerse el suizo en las encuestas”, propone una solución menos extremista. Declara que hay que fomentar una conciencia acerca de lo nocivo de dicha conducta y para ello propone campañas publicitarias de consejo. Collins realizó una campaña piloto entre los estudiantes de la Universidad de Murcia, donde se repartieron folletos y se colgaron carteles con lemas del tipo: “Pon orden en tu vida: primero los calcetines; después los pantalones” o “Los calcetines no molan si vas en bolas”. Los resultados del experimento fueron, en cierto modo, alentadores: un 45% de los estudiantes afirmaron que su vida sexual había mejorado y que el goce era más pleno sin calcetines, el resto declaró que su vida sexual seguía siendo igual que cuando llevaban los calcetines puestos, sólo que ahora se resfriaban con más frecuencia. Malthews declaró que el experimento de Collins carecía de validez, ya que fue realizado en el mes de junio, mes caluroso en el cual la gente apenas se pone calcetines si no es para ir a una boda. “Greenberg Collins no controló el factor clima”, afirmó rotundo el profesor John F. Malthews en el primero congreso “Sexo y atuendos” celebrado en Wisconsin. Se añadió al debate la psicóloga social Marie Bernadette, especialista en el tema y autora, entre otros, del famoso ensayo “Quítatelo todo: El amor al desnudo”, haciendo hincapié en el significado inconsciente de dejarse puestos los calcetines. Bernadette dice al respecto: “El hecho de dejarse puestos los calcetines viene a significar la presencia de un rescoldo de timidez en el sujeto, que no quiere mostrarse totalmente desnudo a su partenaire: es como un símbolo de su inseguridad; es decir, el individuo que así se conduce nos muestra un
carácter reservado que no quiere entregarse en su totalidad, o, como diría Goldfried Briegmann, en su globalidad absoluta”.
De momento el debate sigue en el aire y no se han encontrado aún soluciones claras a la cuestión que tratamos y que tanto preocupa a la población coito-practicante. Los sexólogos más avezados proponen una solución de compromiso: aconsejan a los sujetos que sean comprensivos con aquellos que aún se dejen los calcetines puestos y promulgan una campaña a favor de la tolerancia con el lema: “Ya que echas un quiqui, no te pongas tiquis miquis”.

GOLDFRIED BRIEGMANN Y EL CAFÉ SOLO LARGO

Goldfried Briegmann, creador de la pequeña taza para el café solo, también lo fue del café solo largo. Pero como todos los grandes inventos, también éste fue producto de una casualidad. En su traslado de Dortmund a Viena, por motivos profesionales, una negligencia de la agencia de mudanzas, llevó a extraviar su vajilla de tazas pequeñas, facturándose ésta erróneamente a Kentucky. Una vez instalado en su casita de Viena, Goldfried quiso tomar un café solo, pero no encontró tazas apropiadas en el resto de su vajilla. Goldfried no tuvo más remedio que valerse de una taza de café con leche que le sirviera de recipiente para su café solo. Sin embargo, pese a su gran capacidad creativa, Briegmann era incapaz de tomar medidas a ojo, así que derramó más café de lo normal para un café solo en la taza pertinente al consumo de café con leche. Allan Goldmann, escritor y gran amigo de Goldfried que se encontraba en aquellos momentos con él, le advirtió: “Tu café solo te ha salido muy largo”. Briegmann miró de forma enigmática a su colega Goldmann y éste hizo lo propio con Goldfried. Se quedaron un rato en silencio, como si entre los dos pendiera una interrogante, hasta que Briegmann dijo: “Amigo, creo
que hemos descubierto el café solo muy largo”. Con el paso del tiempo, y suponemos que por comodidades lingüísticas, el denominado por Goldfried Briegmann “café solo muy largo” pasó a llamarse “café solo largo”, algo que no restó méritos al fabuloso descubrimiento que sigue vigente hasta nuestros días y que ha sido de gran utilidad a estudiantes, escritores y gentes que quieren permanecer despierta o para aquellos que prefieren tomar dos cafés solos de una vez y en una misma taza.
Pero las aportaciones de Briegmann al bienestar de la humanidad no se limitaron a tales descubrimientos. Indirectamente, Goldfried Briegmann también tuvo mucho que ver en otro gran hallazgo. Como ya dijimos anteriormente, su vajilla de tazas para cafés solos fue facturada por error a Kentucky. Éstas llegaron a una familia de granjeros apellidados Brieggman –pese al parecido fonético del apellido, nótese que el de Goldfried se escribe con una sola “ge” y dos “enes” al final del mismo, lo que explicaría, en parte, el error. Queda sin justificar el erróneo cambio de destino. Los Brieggman no devolvieron las tazas creyendo que se trataba de un regalo de algún pariente europeo y comenzaron a cavilar en busca de darle alguna utilidad a aquellos insignificantes recipientes. Thomas James Allward Brieggman, el pequeño de los Brieggman de Kentucky, fue el que dio con la idea. Los Brieggman de Kentucky, además de afanosos ganaderos, en sus ratos libres destilaban pacientemente un fabuloso bourbon, orgullo de la comarca. Un buen día, el pequeño Thomas apareció saboreando el bourbon en una de las pequeñas tazas de café. Todos los Brieggman, incluyendo la anciana abuela Dorothy, se quedaron fascinados ante la audacia del benjamín de la familia. Saltaron de alegría: el pequeño Thomas había conseguido darle utilidad a las tacitas. El bourbon era tan fuerte y explosivo que había que beberlo a tragos cortos y qué mejor recipiente que aquella pequeña taza.
Pero no todo quedo ahí. El abuelo Jefferson Thomas James Allward Brieggman, de los Brieggman de Kentucky, pese a congratularse con el descubrimiento, consideró que el asa de la tacita daba un aspecto demasiado amanerado a quien bebiera ese agresivo licor tan masculino. Así que decidió romper el asa de la taza que él solía beber. Sorprendidos por el gesto del abuelo, todos, incluyendo la anciana abuela Dorothy, quebraron
las asas de sus tazas. Y así nacieron los primeros y rudimentarios recipientes que hoy se han dado en llamar vasos de chupito.